Sé que la historia de hoy la conocéis todos, pero no está de más desempolvar recuerdos para no olvidar errores de antaño. Uno de esos errores fue el desastre (que no accidente) del Challenger. Y sobre dicho desastre hablaremos en nuestra historia de hoy.
El 28 de enero de 1986, el excesivamente administrado programa espacial estadounidense alcanzó su nadir. Bajo la presión de tener que probar que el transbordador servía para lanzamientos sucesivos, funcionando como un camión, las administraciones de la NASA y de sus contratistas prefirieron ignorar las advertencias de los ingenieros.
El transbordador despegaba rumbo al espacio utilizando una combinación de cohetes; los motores de oxígeno e hidrógeno líquidos en la cola del orbitador y los dos cohetes aceleradores de combustible sólido, adosados a ambos lados del enorme depósito exterior que contenía el combustible líquido.
Los dos cohetes aceleradores de combustible sólido utilizados hasta 1986 eran una pila de segmentos reutilizables. Os pongo el detalle de uno de esos cohetes aceleradores.
Después de cada vuelo, estas pilas se desmontaban, recargaban y volvían a montar. Las conexiones entre los segmentos se sellaban con dos juntas de goma, una principal y otra de apoyo, llamadas juntas tóricas (literalmente del ingés anillos-O).
Para que dichas juntas funcionaran correctamente tenían que ser dúctiles y flexibles, capaces de cubrir bien la separación cuando el combustible comenzara a arder y la presión del gas lo empujara contra las conexiones entre los segmentos.
En siete de las nueve misiones que efectuaron los transbordadores en 1985 los ingenieros de Morthon Thiokol, la empresa fabricante de los cohetes aceleradores de combustible sólido, detectaron una erosión significativa y daños en las juntas tóricas primarias. En otro vuelo, realizado en abril de 1985, detectaron que una sección de una junta tórica primaria había quedado completamente calcinada. Estas pruebas sugerían que, en condiciones de bajas temperaturas, las juntas tóricas no funcionaban como se esperaba de su diseño. A pesar de la preocupación creciente entre los ingenieros, los transbordadores seguían volando. Tal y como Roger Boisjoly, ingeniero de Morthon Thiokol, escribió en un memorando fechado en julio de 1985: Siento el verdadero y sincero temor que si no actuamos inmediatamente y dedicamos un equipo a resolver el problema … entonces corremos el peligro de perder una misión junto con todas las instalaciones de lanzamiento.
En la mañana del 28 de enero de 1986, el pronóstico para cabo Cañaveral era de una temperatura de 2,2 ºC, próxima al punto de congelación. El transbordador Challenger se disponía a iniciar su décimo vuelo y la vigésimo quinta misión de los transbordadores. Transportaba a siete astronautas, entre ellos, la maestra de escuela Christa McAuliffe, que era el primer ciudadano estadounidense seleccionado para volar al espacio sin que formara parte del programa de astronautas de la NASA.
Los ingenieros de Morthon Thiokol volvieron a advertir a sus jefes y a los responsables de la NASA del Centro de Vuelo Espacial Marshall, quienes gestionaban las relaciones con el contratista, que las frías temperaturas de la Florida podían tener un efecto negativo sobre las juntas tóricas. Los gerentes, tanto en el centro Marshall como en Morthon Thiokol, se mostraban escépticos. Creían que los datos no eran concluyentes. Más importante aún: sentían la presión ineludible pero tácita de mantener el programa de vuelo previsto.
Siempre que la NASA había retrasado el lanzamiento de un transbordador, la agencia había tenido que enfrentarse al ridículo y a las acusaciones de sus adversarios en los medios de comunicación y el Congreso relativas a que el transbordador no estaba a la altura de la promesa de lanzamientos frecuentes y baratos. Esta presión pública la situaba en una posición incómoda: si se decantaba por la prudencia y cancelaba los lanzamientos bajo sospecha sería acusada de fracaso e incompetencia y daría municiones a aquellos adversarios que pretendían bajar el presupuesto de la agencia. Antes que brindarles a sus enemigos pruebas que el programa del transbordador era un fracaso, los administradores intentaban cada vez más a menudo aguantar el tipo, con la esperanza de demostrar que incluso en condiciones difíciles el transbordador podía funcionar como un avión de carga comercial.
La misma historia se repetía una y otra vez. Del mismo modo que las motivaciones políticas habían llevado a la NASA a comprometer tanto que el diseño del transbordador como el de la estación espacial, haciendo que ambos vehículos resultaran inadecuados para cumplir la tarea para la que habían sido originalmente concebidos, los gestores de Morthon Thiokol y de la NASA cambiaron una vez más de opinión en un intento inútil por complacer a los políticos, la prensa y el público; quienes o bien no comprendían el programa espacial o bien se oponían a él abiertamente.
En un momento de la noche anterior al lanzamiento, cuando los ingenieros de Morthon Thiokol intentaban desesperadamente convencer a sus jefes de que un lanzamiento al día siguiente podía ser muy arriesgado, un ejecutivo de la misma empresa, Jerald Mason, miró a Bob Lund, gerente del departamento de ingeniería y le dijo: “Bob, tienes que ponerte en la piel de un gestor y no en la de un ingeniero”.
La presión desde arriba, las dudas sobre los datos y la insistencia en que pensara “como un gestor y no como un ingeniero” fueron suficientes para que Lund cambiara de parecer. Se sumó a los otros gestores de Morthon Thiokol y, pasando por alto la opinión de sus ingenieros, certificó la seguridad de los cohetes aceleradores para el lanzamiento.
El Challenger despegó a las 11:38 de la mañana del 28 de enero de 1986. Sin embargo, tal y como temían Boisjoly y los demás ingenieros, al menos uno de las juntas tóricas del cohete acelerador de la derecha se había vuelto rígido y había perdido su flexibilidad a causa del frío. Con la junta incapaz de conservar el sellado hermético, un humo negro comenzó a filtrarse por la junta casi inmediatamente después de la ignición.
A los 58 segundos, cuando el transbordador había alcanzado una altura superior a los 6 km y se movía a una velocidad superior a la del sonido, las llamas producidas por la filtración comenzaron a extenderse al gigantesco depósito exterior. Antes del lanzamiento, este depósito contenía caso 630.000 L de oxígeno líquido y 1.700.000 L de hidrógeno líquido, la mayor parte de ellos todavía sin quemar en ese momento del vuelo. A los 74 segundos, se incendió el combustible del depósito y el transbordador, el depósito y los cohetes estallaron.
Los dos cohetes aceleradores salieron disparados como si fueran globos pinchados, obligando a los controladores de tierra a apretar sus botones de autodestrucción. El Challenger estalló en pedazos que se precipitaron al Atlántico. Su cabina de tripulantes, diseñada para resistir fuerzas como aquellas, resistió a la explosión y algunos de los tripulantes aún permanecían con vida en su interior.
Sin embargo, las fuerzas resultaron ser mortales; y el impacto contra el océano destruyó la cabina.
¿Hemos evolucionado desde entonces? Años después, en 1997, un astronauta estadounidense llamado Jerry Linenger estuvo un total de 132 días en la MIR. Fue el primer estadounidense en efectuar un paseo espacial vistiendo un traje ruso. Durante esa época tuvieron uno de sus momentos más críticos vividos en la MIR.
Al volver a la Tierra, cuestionó la seguridad de la estación y los gestores de la NASA se mostraron más proclives a calificarlo como “quejica” que a prestar atención a sus preocupaciones. Cuando Jim van Laak, el número dos del proyecto Shuttle-Mir escuchó el informe de Linenger, en vez de preocuparse, se enfureció. En lugar de dedicarse a investigar las quejas de Linenger, comenzó a controlar las entrevistas del astronauta con la prensa, al mismo tiempo que intentaba desacreditarle ante los periodistas. “En mi opinión Jerry Linenger no tiene razón”, comentó a los periodistas. También prohibió la circulación de transcripciones o notas de cualquier sesión informativa de dicho astronauta.
Nadie se levantó para afrontar los problemas comunicados por Linenger y decir: “Es difícil y hay cosas que han salido mal. Hemos cometido errores, pero todavía queremos hacerlo”. En vez de ello, todos se pusieron su gorra de gestor e hicieron como si los problemas no existiesen.
La situación no es muy esperanzadora. No hace falta que os diga que mintiendo no llegaremos muy lejos.
Volvamos con el Challenger. Tras el desastre, se formó la comisión Rogers. Uno de los componentes de dicha comisión fue Richard Feynman. Fue quien más duramente atacó la política de seguridad de la NASA. Les amenazó con retirar su firma del informe si no aparecían sus consideraciones personales, cuya última parte es famosa: para una gestión exitosa la realidad debe estar por delante de las relaciones públicas porque a la naturaleza no se la puede engañar. Bravo, Feynman.
Como ingeniero, me vais a permitir unas reflexiones. Estoy seguro que Bob Lund, el ingeniero al que presionaron “para que se pusiera en la piel de un gestor”, se sintió terriblemente responsable por ceder ante la presión. Sin embargo, sospecho que Mason, aquel ejecutivo que le presionó, se lavó las manos de cualquier responsabilidad, ya que él nunca tuvo que estampar su firma para garantizar la seguridad de los cohetes aceleradores y no era responsable de la seguridad de los mismos. Puede que su trabajo sólo consistiera en hacer presión o, simplemente, en transmitir la que le venía desde esferas más altas o una presión inventada por él mismo. Fuera su trabajo el que fuera, ¿cuál era exactamente su responsabilidad en el lanzamiento?
Pues bien, debo recordar a este ejecutivo y gentes que actúan de forma similar, que es muy fácil presionar a los ingenieros y a los técnicos: somos personas, y como tales, aguantaremos lo que haga falta. Llevadnos al límite de nuestro aguante, amenazadnos con despidos y ponednos en situaciones desesperadas. Lo conseguiréis: firmaremos, incluso, que un puente se mantiene con cuatro palillos. Ahora bien, debéis saber que los ingenieros no podemos presionar a la Naturaleza. No se deja. La Naturaleza no entiende de presiones políticas, económicas, personales, del público ni de la imagen. Es muy suya y tal y como Feynman lo sabía, lo sabemos también los ingenieros.
Es mucho más fácil presionar y responsabilizar a un técnico presionado de un error, que aguantar la presión y actuar con criterios de seguridad y de sentido común o, en caso de desastre, aceptar la responsabilidad de haber presionado. Es lo que se conoce coloquialmente como “endosar el marrón”: hazlo tú, hazlo para ayer y “mójate”; si sale bien, qué gran trabajo hemos hecho (algunos, incluso, dicen “gracias a mi gestión”); y si sale mal, el responsable eres tú.
Bien, amigo Jerald Mason. Ya has visto qué sucede cuando los ingenieros se ponen en la piel de los gestores. Ojalá llegue el día en que los gestores os pongáis en la piel de los ingenieros.
Conste que esta reflexión no la hubiera hecho si el Challenger hubiera explotado sin otras consecuencias más que las económicas o de imagen, al igual que sucedió con el Ariane-5. La reflexión es, sobre todo, porque hubo siete personas que pagaron con sus vidas toda esta lección de cómo no deben hacerse las cosas; personas que confiaron en el buen hacer de gestores y de ingenieros. Ojalá la lección haya sido asimilada, aunque me temo mucho que nunca aprenderemos.
Va por vosotros, muchachos.
Actualización: recomiendo leer el comentario de Javier Casado.
Fuentes:
“Adiós a la Tierra”, Robert Zimmerman
http://www.xtec.net/~cgarci38/ceta/tecnologia1/challenger.htm
Si queréis saber más sobre la catástrofe del Challenger y la comisión Rogers os recomiendo el libro Qué te importa lo que piensen los demás de Richard Feynman.
Tenéis montones de vídeos en youtube, por ejemplo, la explosión, el detalle de la cabina, etc.
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