El canon digital, cuyo reglamento acaba de tumbar la Audiencia Nacional, provoca sentimientos encontrados. A los intermediarios de la industria cultural, como la SGAE y otras entidades de gestión, les produce intenso placer por su recaudación, pero aborrecen su justificación. Los usuarios abominamos del canon, que encarece los productos electrónicos y por tanto dificulta la llegada de la Sociedad de la Información, pero nos encanta y queremos conservar su razón de ser. Porque el famoso y generalmente mal comprendido canon digital tiene su origen en la copia privada, un derecho que reconoce explícitamente la legislación de Derecho de Autor por el cual el propietario legítimo de una obra puede realizar copias para su uso personal. El canon digital compensa a los autores por la (hipotética) pérdida de ingresos que les supone este derecho que tenemos todos los consumidores.
En efecto, el canon digital no compensa la llamada 'piratería' de obras protegidas. Tampoco justifica la copia indiscriminada al grito de ‘yo ya he pagado’. Su justificación es llevar al extremo una lógica jurídica concreta: la de que el autor debe autorizar (y por tanto cobrar) cada una de las copias que se realicen de su trabajo. Es el presupuesto subyacente a todo el andamiaje de la llamada ‘propiedad’ intelectual: el cobro por copia, en la que todas y cada una de las reproducciones devengan un derecho al autor. Incluso las copias que realice para su uso privado el comprador de una obra cultural. Incluso las que están almacenadas en bibliotecas, que generan su propio (y separado) canon. Unos pocos autores, representados por aún menos entidades de gestión, que cobran por cada copia realizada de su trabajo: éste es el universo en el que se mueve el Derecho de Autor y el Copyright. Un universo que la sentencia no pone en duda, ya que no cuestiona ni el derecho de copia privada ni que éste genere un canon: tan sólo impugna el modo de cobrarlo por defectos de forma en su aprobación.
La contradicción, entonces, permanece. Para el sector más radical de los autores y para las entidades de gestión el canon es un efecto secundario deseable de un derecho indeseable: el permiso explícito de hacer copias fuera de su control. Los consumidores quieren el derecho a hacer copias privadas, que a cambio acarrea la desagradable necesidad de pagar un canon mal estructurado. Autores y entidades de gestión desearían eliminar la copia privada, pero quieren el canon; los consumidores acabarían con el canon, pero quieren preservar la copia privada. Ambas partes viven en la contradicción de una lógica absurda. Porque lo que está mal son los presupuestos en los que se basa todo el sistema.
En la Era Digital todos somos autores y todos somos consumidores. Si lo justo es que el canon se reparta entre los creadores de obra susceptible de ser copiada deberían cobrar no sólo los afiliados a la SGAE, sino los autores de todos los vídeos de YouTube, todos los blogueros y hasta los prolíficos trolls que abundan en los comentarios. ¿Porqué unos autores, los afiliados, reciben su porción y otros no? En Internet no hay una separación diáfana entre autores y lectores, entre creadores y consumidores; todos tendemos a crear y todos tendemos a disfrutar lo creado. Todos pagamos el canon, en tanto que consumidores de cultura, y según la cultura se muda al formato digital cada vez pagaremos más. Pero todos deberíamos cobrar el canon, ya que participamos en múltiples formas de creación en la Red, y cada vez lo hacemos más. A lo mejor lo más sencillo era evitarnos los gastos de gestión y perdonarnos mutuamente pagos y cobros. Claro que habría perjudicados: las entidades que viven de esos gastos de gestión. Ni los autores ni la cultura, los intermediarios son los únicos beneficiarios reales del sistema.
En la Era Digital, además, toda propagación de una obra se hace mediante copias 'tecnicas'. Internet es una inmensa máquina de copiar: la transmisión de cualquier mensaje implica copiarlo decenas o centenares de veces. Ya no es posible controlar cuántas copias se hacen de una obra, por lo que no resulta posible cobrar por cada una. Es más, es indeseable, dado que la economía nos dice que cuanto mayor es el precio menor es la demanda. Esto implica que si cobramos por las copias estaremos favoreciendo que haya menos de ellas, y reduciremos el impacto de esa obra en la cultura. En un mundo donde la sobredosis de información disponible hace cada vez más difícil conseguir audiencias reducir el impacto de una obra puede convertirla en irrelevante. El cobro por copia es imposible e indeseable en el mundo de Internet, para artistas y para consumidores. Nuevamente sólo las entidades de gestión, los intermediarios, se ven favorecidos por un mecanismo que perjudica al resto del mercado.
La lógica de la actual protección del Derecho de Autor se ha quedado obsoleta y debe ser reemplazada. Por eso aparecen los conflictos actuales y las abiertas contradicciones. El canon no es una enfermedad, sino un síntoma: una prueba más de que las raíces de lo que se ha dado en llamar ‘propiedad’ intelectual están podridas. Es hora de empezar de nuevo, y de dotar a la creación de una plataforma de compensación acorde con los tiempos que corren en la que no aparezcan absurdos como los que provoca la copia privada y su canon. El problema va mucho más allá de arreglar el reglamento de una ley: hay que rehacer la defensa entera de la creación intelectual y la cultura. Porque defendiendo a unos intermediarios por medio de una lógica absurda estamos echando a perder el futuro.
No hay comentarios:
Publicar un comentario